¿Quién no ha escuchado hablar del problema de la migración? Algunos atraviesan a pie selvas como el Darién, otros cruzan el mar en una barca para llegar al sur de Europa, y algunos pocos llegan a otro país por avión. En cualquier caso, el que emigra generalmente lo hace obligado por circunstancias que lo llevan a dejar su país de origen para ir a otra tierra en busca de mejores oportunidades. Soy hijo de una valiente mujer que emigró de Colombia a Venezuela cuando era muy joven, y ahora mis hermanos y yo somos también emigrantes. 

Muy pocas personas emigran de un país rico y estable a uno pobre y con violencia. Mis suegros lo hicieron, cuando obedecieron el llamado de Dios de dejar Australia para ir a Colombia en los años 80 como misioneros, para predicar el evangelio de Jesucristo. Gracias a esa “migración” tuve la gran bendición de conocer a la que hoy es mi querida esposa. 

Nunca he escuchado de alguien que haya dejado un lugar cómodo y maravilloso para ir a un sitio no solo lleno de violencia y maldad, sino además sabiendo que allí habría de morir de forma violenta, en manos de personas que quería ayudar. Pero perdón, sí he escuchado de uno.

Hubo alguien que dejó su hogar, donde disfrutaba del amor eterno de su Padre, donde nunca tuvo necesidad, donde era honrado y servido por todos, para ir a un sitio donde tuvo que vivir en pobreza, sin tener dónde recostar su cabeza. Él quería salvar a los que allí vivían, pero ellos le rechazaron, y finalmente lo acusaron falsamente y lo presentaron a las autoridades para que lo mataran de la forma más vergonzosa posible. Esa es, en verdad, una migración muy inusual.

Muchos se habrán dado cuenta de que estoy hablando del Señor Jesucristo. Él no estimó el ser igual a Dios (porque es Dios) como cosa a que aferrarse, sino que se despojó a sí mismo al venir al mundo en forma de hombre, y se humilló a sí mismo hasta la muerte, y muerte de cruz (ver Filipenses 2. 5-8). ¿Por qué lo hizo? Porque nos ama. Te ama a ti y a mi tanto, que voluntariamente cambió la gloria del cielo por este triste mundo, para morir y dar su sangre por nuestros pecados, para que al creer en Él podamos ser salvos

Y así como muchos emigrantes en algún momento regresan a su lugar de origen, el Señor Jesucristo volvió a la casa del Padre. Él resucitó y ascendió al cielo, donde ha sido exaltado hasta lo sumo. Pero antes de ir, prometió que un día llevará a su hogar celestial a todos los que creamos en Él como el único salvador (Juan 14.2-3) reconociendo que estamos perdidos en nuestros pecados. 

Nosotros los emigrantes nunca olvidamos el lugar de donde salimos. Yo nunca olvidaré a Venezuela, pero no se si algún día volveré a vivir allí. Pero lo que sí sé, es que un día voy a estar para siempre con Cristo, lo que es mucho mejor. Y qué de ti, apreciado lector, ¿no quisieras hoy creer en el Señor Jesucristo, quien vino del cielo para morir por ti? Él quiere llevarte un día al hogar celestial, no rechaces esa oferta.

Willians Alcalá